MAYOR
DENTRO DE LA MENOR
Cecilio Martínez
Cerdán
(Revista TROFEO,
2001)
Sin saber bien por qué,
después de ocho años, se arranca uno a escribir un lance de caza inesperado, de
caza mayor practicando la menor.
Quizás sea porque los
seres humanos también somos "recuperación de la memoria", como se ha
dicho sabiamente; o tal vez por aquello otro de que importa más en el viaje el
camino que la meta. Es decir lo que acontece en el lance, su enjundia o
sustancia, más que la consumación de éste; se haya disparado y acertado o no,
como sabemos bien los cazadores. Pues puede que, en última instancia, tras el
fragor y emoción del lance, lo que va a permanecer en nosotros dando sentido a
esta milenaria ocupación, no sea sino lo que entresacamos, la lección que
aprendemos, de primera mano, con la naturaleza. Y, más aún, incluso después, al
regreso del viaje: cuando se han atado los cabos sueltos. El arte de cazar es
un tremendo repertorio como ya nos explicó Ortega en su famoso prólogo. La
caza, como otros” mundos" -el toreo, el mar, etc.-, puede dar para mucho;
para tanto, a veces, que algunos de sus rasgos nos resultan inexplicables a los
seres racionales. Cierto es que "el campo no guarda secretos", pero
también lo es que éstos pueden quedar ocultos o encamados a nuestras
entendederas por mucho tiempo o para el resto; mas provocándonos siempre, a
poco que nos detengamos, la investigación
propicia para la exégesis.
Cazar, queda claro a muchos cazadores, no es consumar o “cumplir” dando muerte
al animal, aunque lo pretendamos y con ello se redondeé la faena. Si es así
mejor que mejor, mas también puede redondearse o realizarse completamente con
la exégesis, con la explicación, que es cuando cobra un lance su total sentido;
revelándosenos el cazar en toda su dimensión: el campo no nos guarda ya ningún
secreto. La explicación también tiene su miga, y sin ella -es legítimo y
personal- no hay verdadero desenlace.
Cazar encaja, -con mayor
claridad, si cabe-, en la definición hecha por Umbral sobre el quehacer de
escribir, puesto que también es un modo de enriquecer el universo
empobreciéndole (Y sin que este empobrecimiento, si es “legal”, venga a
restarle nada a la generosidad del universo). Creo que es ello, y no la muerte
de un jabalí cazando la perdiz, lo que me mueve o motiva, más que el relato
preciso -si bien imprescindible- en una hermosa mañana de diciembre.
Trayectoria del disparo y punto de parada |
El suceso ocurrió un
luminoso domingo de 1993, cuando una mano de siete escopetas, sin perros,
arrastraba una ladera de unos 350 metros de falda; siempre adelante, sin poder
volver, como condición del arrendatario de la caza. Yo iba en un puesto bajo,
donde más se dispara, invitado por mi hermano, al que le correspondía ese turno
aquel día. No bajé ninguna en todo el recorrido, a pesar de haber disparado
unos quince cartuchos. La experiencia era nueva para mí, ya que las he cazado
al salto y con perro. Estas bajaban desprendidas "como reactores", de
pico, y tiroteadas por la mano, en un número medio y aproximado de cinco por
cada vertiente. Las que no, iban sierra adelante o se volvían a los de arriba.
(Luego entrevé uno que esos disparos, cuando no encierran peligro con la línea
de puestos, es mejor hacerlos frontales, cobrándolas prácticamente en los pies.
Y de no ser que se corra la mano
hasta tres metros por delante, si se las dejado cumplir mucho; yéndolas a
cobrar, si es que se cobran, como pude comprobar, a más de cien metros). El
caso es que la mano se paró en todo el trayecto unas cinco veces que era el
número de vertientes. En la primera de éstas se arrancó a los compañeros de
arriba un jabalí, mas el ajetreo
de gritos y disparos de sexta quedó en nada, reanudándose el silencio a
los cinco minutos.
En la última parada,
donde la ladera desembocaba ya en
pequeñas lomas, se disparó más que en otras; pero no más quince cartuchos entre
todos, pues escaseaba la perdiz ese año y en esas fechas. Acabado el ojeo y
reunida la mano en esos bajos, la cuadrilla se fue dividiendo: dos hacia la
casa; y otros, tres cazadores, unos sesenta pasos delante de mi hermano y de
mí, hasta la carretera que distaba unos doscientos metros; para dar el último
gancho y volver también a la casa, pues algunas perdices aguantan y se vuelven
en la punta.
El autor en Elche de la Sierra, diciembre de 1993 |
Reanudamos la marcha con
la misma intención y tras las
pisadas de los tres cazadores que se habían adelantado, por el linde de
un bancal de almendros con la sierra. Al llegar a la carretera no se levantó
ninguna y mi hermano me sugirió que me volviese de nuevo a las primeras lomas a ver si me estrenaba. Lo hice
desandando lo andado, pero subiendo el margen de tierra que separaba el bancal
de almendros con la loma, con el fin de trasponerla. Nada más subir el margen,
junto a un pino con los desbroces de la poda de los almendros, vi un jabalí
arrancado a la derecha, a unos veinticinco pasos, remontando la loma. (¡El pino
no distaba más de cincuenta pasos, en línea recta, de la última vertiente donde
se habían disparado los quince cartuchos!).
Dispararle un cartucho
de sexta y notar que había sido tontería, al apretar más el bicho, fue todo
uno; como lo fue cargar los dos cartuchos de bala en la superpuesta y correr a
lo que daba. Al asomarme el jabalí salía de la pequeña rambla por donde había
bajado -lo único espeso de la traspuesta, pues eran lomas descubiertas, de
esparto- y lo hacía galopando, luciendo su portentosa musculatura y pelaje
brillantes en busca de la sierra
grande que habíamos faldeado. Le apunté perfectamente a la cruz, un poco
alto, pensando en que casi siempre
se hace corto, y ya que ofrecía todo el raquis. (A esa distancia, unos noventa
pasos en línea recta, el bulto se mueve poco y el tiro no tiene las
complicaciones del movimiento rápido. Tiene menos mérito, contrariamente a lo
que creen algunos, pues si el proyectil tiene tensión y el punto de mira deja
ver bulto, basta con correr la mano pocos centímetros).
Con el primer
disparo me salió el exabrupto en
"todo lo que había" y hasta desencaré la escopeta, pues no observé el
menor acuse en el animal (no hacía viento y era una bala de las garantizadas a
cien metros). Sin motivación ya y apuntando muy por encima del animal le lancé
el segundo, cuando, -¡bendita sorpresa!- el animal se levantó de los cuartos
delanteros, dando volteretas hacia atrás , como apezuñando el aire, hasta
pararse en la rambla de donde había salido. Pensé en la chambonada (la segunda era de esas que a cincuenta
metros hacen desviaciones de hasta un palmo); y sobre todo, dónde y cómo
quedaba -cómo cobrarlo-, ya que debía correr más de ciento cincuenta pasos y
perderle de vista al tener que remontar una pequeña loma. Al ver que quedaba
quieto, me fui en su dirección cargando con sexta. Al llegar, el bicho estaba
aculado, completamente vivo y mirándome, con el hocico en alto. Opté por
dispararle en la cepa de la oreja un cartucho que, a diez pasos, le hizo un
diámetro de unos cinco centímetros, muriendo instantáneamente y echando la
sangre. En esto oí que mi hermano, justo desde donde yo había tirado, me
gritaba preguntando a qué le había disparado -oyó cuatro disparos y el día no
daba para tanto. Cuando le dije que un jabalí y se lo señalé con la mano, llamó
a gritos a los otros cazadores para recogerlo.
Castillo, ayudando a desollar otro jabalí |
El jabalí, posiblemente otro solitario hermano del que se había ido por la mañana (y al que probablemente ya no se le
vuelva a tirar, en mano, ni con bala), era sin duda un macho inexperto -joven,
de unos tres años y medio y 75 quilos de peso bruto (fórmula de Brandt). Había aguantado
excesivamente el encame que tenía bajo el pino, junto a la despensa de
almendras -su estómago era una pelota de poco más de un quilo de almendras
molidas- y le había ido la vida en ello. De no ser así es bien seguro que en
otra ocasión no se hubiese dejado disparar; pues, además, algunos perdigones
del primer disparo le habían hecho sangre en la parte baja del vientre, otros
se veían incrustados a su piel. Cuadraba todo, excepto la “chambonada” del
cartucho que lo aculó. Al día siguiente, estando en casa reflexionando sobre
ello, até el cabo que faltaba saltando de pronto a la carnicería donde estaba
despellejado. Le expliqué al carnicero lo que había y metiendo el cuchillo,
unos doce centímetros del orificio en dirección a la columna vertebral, extrajo
lo que quedaba de bala, que aún
conservo: un taco de plástico unido con tornillo a un buen trozo de plomo
contraído y punzante. Había sido con la buena, pero coincidiendo con el trueno
de la segunda, siendo totalmente engañoso el impacto mortal; pues con la
primera no noté la más mínima mención en el animal, que continuaba como si tal.
A mi hermano José María,
que propició una venturosa venación