En el mundo de la caza

sábado, 18 de febrero de 2012

"MAYOR DENTRO DE LA MENOR"


MAYOR DENTRO DE LA MENOR


Cecilio Martínez Cerdán
(Revista TROFEO, 2001)

Sin saber bien por qué, después de ocho años, se arranca uno a escribir un lance de caza inesperado, de caza mayor practicando la menor.
Quizás sea porque los seres humanos también somos "recuperación de la memoria", como se ha dicho sabiamente; o tal vez por aquello otro de que importa más en el viaje el camino que la meta. Es decir lo que acontece en el lance, su enjundia o sustancia, más que la consumación de éste; se haya disparado y acertado o no, como sabemos bien los cazadores. Pues puede que, en última instancia, tras el fragor y emoción del lance, lo que va a permanecer en nosotros dando sentido a esta milenaria ocupación, no sea sino lo que entresacamos, la lección que aprendemos, de primera mano, con la naturaleza. Y, más aún, incluso después, al regreso del viaje: cuando se han atado los cabos sueltos. El arte de cazar es un tremendo repertorio como ya nos explicó Ortega en su famoso prólogo. La caza, como otros” mundos" -el toreo, el mar, etc.-, puede dar para mucho; para tanto, a veces, que algunos de sus rasgos nos resultan inexplicables a los seres racionales. Cierto es que "el campo no guarda secretos", pero también lo es que éstos pueden quedar ocultos o encamados a nuestras entendederas por mucho tiempo o para el resto; mas provocándonos siempre, a poco que nos detengamos, la investigación  propicia para  la exégesis. Cazar, queda claro a muchos cazadores, no es consumar o “cumplir” dando muerte al animal, aunque lo pretendamos y con ello se redondeé la faena. Si es así mejor que mejor, mas también puede redondearse o realizarse completamente con la exégesis, con la explicación, que es cuando cobra un lance su total sentido; revelándosenos el cazar en toda su dimensión: el campo no nos guarda ya ningún secreto. La explicación también tiene su miga, y sin ella -es legítimo y personal- no hay verdadero desenlace. 
Cazar encaja, -con mayor claridad, si cabe-, en la definición hecha por Umbral sobre el quehacer de escribir, puesto que también es un modo de enriquecer el universo empobreciéndole (Y sin que este empobrecimiento, si es “legal”, venga a restarle nada a la generosidad del universo). Creo que es ello, y no la muerte de un jabalí cazando la perdiz, lo que me mueve o motiva, más que el relato preciso -si bien imprescindible- en una hermosa mañana de diciembre.

Trayectoria del disparo y punto de parada
El suceso ocurrió un luminoso domingo de 1993, cuando una mano de siete escopetas, sin perros, arrastraba una ladera de unos 350 metros de falda; siempre adelante, sin poder volver, como condición del arrendatario de la caza. Yo iba en un puesto bajo, donde más se dispara, invitado por mi hermano, al que le correspondía ese turno aquel día. No bajé ninguna en todo el recorrido, a pesar de haber disparado unos quince cartuchos. La experiencia era nueva para mí, ya que las he cazado al salto y con perro. Estas bajaban desprendidas "como reactores", de pico, y tiroteadas por la mano, en un número medio y aproximado de cinco por cada vertiente. Las que no, iban sierra adelante o se volvían a los de arriba. (Luego entrevé uno que esos disparos, cuando no encierran peligro con la línea de puestos, es mejor hacerlos frontales, cobrándolas prácticamente en los pies. Y de  no ser que se corra la mano hasta tres metros por delante, si se las dejado cumplir mucho; yéndolas a cobrar, si es que se cobran, como pude comprobar, a más de cien metros). El caso es que la mano se paró en todo el trayecto unas cinco veces que era el número de vertientes. En la primera de éstas se arrancó a los compañeros de arriba un jabalí, mas el ajetreo  de gritos y disparos de sexta quedó en nada, reanudándose el silencio a los cinco minutos.
En la última parada, donde la ladera desembocaba  ya en pequeñas lomas, se disparó más que en otras; pero no más quince cartuchos entre todos, pues escaseaba la perdiz ese año y en esas fechas. Acabado el ojeo y reunida la mano en esos bajos, la cuadrilla se fue dividiendo: dos hacia la casa; y otros, tres cazadores, unos sesenta pasos delante de mi hermano y de mí, hasta la carretera que distaba unos doscientos metros; para dar el último gancho y volver también a la casa, pues algunas perdices aguantan y se vuelven en la punta.
El autor en Elche de la Sierra, diciembre de 1993
Reanudamos la marcha con la misma intención y tras las  pisadas de los tres cazadores que se habían adelantado, por el linde de un bancal de almendros con la sierra. Al llegar a la carretera no se levantó ninguna y mi hermano me sugirió que me volviese  de nuevo a las primeras lomas a ver si me estrenaba. Lo hice desandando lo andado, pero subiendo el margen de tierra que separaba el bancal de almendros con la loma, con el fin de trasponerla. Nada más subir el margen, junto a un pino con los desbroces de la poda de los almendros, vi un jabalí arrancado a la derecha, a unos veinticinco pasos, remontando la loma. (¡El pino no distaba más de cincuenta pasos, en línea recta, de la última vertiente donde se habían disparado los quince cartuchos!).
Dispararle un cartucho de sexta y notar que había sido tontería, al apretar más el bicho, fue todo uno; como lo fue cargar los dos cartuchos de bala en la superpuesta y correr a lo que daba. Al asomarme el jabalí salía de la pequeña rambla por donde había bajado -lo único espeso de la traspuesta, pues eran lomas descubiertas, de esparto- y lo hacía galopando, luciendo su portentosa musculatura y pelaje brillantes en busca de la  sierra grande que habíamos faldeado. Le apunté perfectamente a la cruz, un poco alto,  pensando en que casi siempre se hace corto, y ya que ofrecía todo el raquis. (A esa distancia, unos noventa pasos en línea recta, el bulto se mueve poco y el tiro no tiene las complicaciones del movimiento rápido. Tiene menos mérito, contrariamente a lo que creen algunos, pues si el proyectil tiene tensión y el punto de mira deja ver bulto, basta con correr la mano pocos centímetros).
Con el primer disparo  me salió el exabrupto en "todo lo que había" y hasta desencaré la escopeta, pues no observé el menor acuse en el animal (no hacía viento y era una bala de las garantizadas a cien metros). Sin motivación ya y apuntando muy por encima del animal le lancé el segundo, cuando, -¡bendita sorpresa!- el animal se levantó de los cuartos delanteros, dando volteretas hacia atrás , como apezuñando el aire, hasta pararse en la rambla de donde había salido. Pensé en la chambonada  (la segunda era de esas que a cincuenta metros hacen desviaciones de hasta un palmo); y sobre todo, dónde y cómo quedaba -cómo cobrarlo-, ya que debía correr más de ciento cincuenta pasos y perderle de vista al tener que remontar una pequeña loma. Al ver que quedaba quieto, me fui en su dirección cargando con sexta. Al llegar, el bicho estaba aculado, completamente vivo y mirándome, con el hocico en alto. Opté por dispararle en la cepa de la oreja un cartucho que, a diez pasos, le hizo un diámetro de unos cinco centímetros, muriendo instantáneamente y echando la sangre. En esto oí que mi hermano, justo desde donde yo había tirado, me gritaba preguntando a qué le había disparado -oyó cuatro disparos y el día no daba para tanto. Cuando le dije que un jabalí y se lo señalé con la mano, llamó a gritos a los otros cazadores para recogerlo.
Castillo, ayudando a desollar otro jabalí
El jabalí, posiblemente otro solitario hermano del que se había ido por la mañana (y al que probablemente ya no se le vuelva a tirar, en mano, ni con bala), era sin duda un macho inexperto -joven, de unos tres años y medio y 75 quilos de peso bruto (fórmula de Brandt). Había aguantado excesivamente el encame que tenía bajo el pino, junto a la despensa de almendras -su estómago era una pelota de poco más de un quilo de almendras molidas- y le había ido la vida en ello. De no ser así es bien seguro que en otra ocasión no se hubiese dejado disparar; pues, además, algunos perdigones del primer disparo le habían hecho sangre en la parte baja del vientre, otros se veían incrustados a su piel. Cuadraba todo, excepto la “chambonada” del cartucho que lo aculó. Al día siguiente, estando en casa reflexionando sobre ello, até el cabo que faltaba saltando de pronto a la carnicería donde estaba despellejado. Le expliqué al carnicero lo que había y metiendo el cuchillo, unos doce centímetros del orificio en dirección a la columna vertebral, extrajo lo que quedaba de  bala, que aún conservo: un taco de plástico unido con tornillo a un buen trozo de plomo contraído y punzante. Había sido con la buena, pero coincidiendo con el trueno de la segunda, siendo totalmente engañoso el impacto mortal; pues con la primera no noté la más mínima mención en el animal, que continuaba como si tal.
A mi hermano José María, que propició una venturosa venación